Estabas ahí. Era como si el tiempo no se hubiese detenido, que al correr, al galope por la vida, una rama invisible, un ratón asustado o quizá un agujero por tapar le hubiera hecho retroceder tan rápido como le permitiesen sus alas de papel de cebolla. Como las mariposas que dibujaba en el colegio. Como las láminas que protegían el álbum de fotos de la boda de mis padres.
Estabas ahí. Con tus rizos acariciando las futuras arrugas de tu frente. Rebeldes, alegres, soñadores y seguros. Y yo con los ojillos abiertos como el ropero en entretiempo, sin saber si sacar la ropa del altillo. La de verano. La de colores vivos. La que no da calor. La que no te permite jugar al escondite.
Apenas unos metros mientras todo se movía, tus ojos y los míos engarzados tirando hacia detrás. Parados. Sin dejar de mirar en los recuerdos. Tal como eras. Tal como era.
Como si no pasara nada. Como si lo esperásemos. Como si hubiéramos llegado tarde a una cita, así fuimos acercándonos poco a poco, con la sonrisa de quien no quiere delatar el pellizco en el estómago. Con la serenidad que te traiciona al esconder las manos en los bolsillos. Y volverlas a sacar para abrazarnos. Como si no pasara nada. Con la electricidad recorriendo las fibras de tu camisa y mi chaqueta. Como si no quisiéramos. Cerrando los ojos un instante de temblor imperceptible. Como si estuviese ensayado. Como si estuviese planeado.
Estabas ahí. Yo llevaba los apuntes de clase. Tú los pantalones recién planchados.
Al separarnos, con las manos aún cogidas, quise ver tus canas y tú buscaste bajo mi blusa esos kilos de más. Yo, encontrar los pliegues en tu cuello. Tú, los surcos que hacían un paréntesis junto a mi boca. Solo sentí el calor de tus dedos recorriendo los míos. Tú, el escalofrío de mis manos abandonadas a las tuyas.
Si, estabas ahí. Como si el tiempo no se hubiese detenido entre nosotros.