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Soy una perra mestiza. No creo en las razas, si en las especies. Y en las especias...porque yo soy especial.

miércoles, 24 de marzo de 2010

El beso.


Le conocí con apenas veintiocho años, todo juventud y un futuro plagado de proyectos frustrados a conciencia. Y con conciencia.
Ya era padre de familia a la moderna usanza, como a él le gustaba llamarse, porque su mujer trabajaba igual que él y a su niño le cuidaba su suegra, como solía ocurrir en los nuevos matrimonios.
Era joven y se sabía atractivo, más que por su físico, por esa manera suya de ser tan segura y divertida que a todos encantaba. Y no es que fuera precisamente un encantador de serpientes, era sincero y llano, voz suave, clara; risa auténtica y sonrisa de ángel disfrazado de diablo.
Nada hacía presagiar que se enamoraría como un loco de aquella chiquilla escuálida y anodina que se cruzó en su camino aquella tarde de verano. Su vida, perfectamente hilada desde sus comienzos, le hizo dudar de la existencia de que hay que labrarse su propio destino.
Era un soñador de pies en el suelo. Creaba fábulas imaginarias para iluminar el día a día de propios y ajenos. Interpretaba papeles de cómico farandulero de salón. Pero caminaba por la línea trazada desde sus orígenes sin salirse un milímetro del tiesto donde plantaba sus horas, semanas y años.
Primero fue un incordio. No asimilaba que la muchacha le quisiese así sin condiciones desde el primer instante en que le vio. Ella ni siquiera se planteó esperar su cambio de reacción, le quería y punto, con eso tenía más que suficiente.
A ciertas edades las mujeres maduran antes que los hombres. Si bien aquella niña, para él no era más que eso, una niña de feminidades incipientes que jamás llegarían a buen puerto, ella ya sabía, o intuía con sentido de lince, que aquel hombre era su hombre, aunque jamás la tuviese entre sus brazos.
Y ni falta que hacía. Bastaba con soñarle despierta en duermevelas imposibles, en sopores de inviernos salpicados de lágrimas o risas escondidas entre las sábanas. No tenía prisa, se conformaba con saberle a su lado.
Eso es lo que ocurrió.
Pasaron los años haciéndose necesarios para los dos. Los años y ellos. Todo estaba aún por escribir mientras se entretenían emborronando páginas y páginas de un diario compartido, secreto.
Jugaban a jugar porque la infancia más aventurera y prodigiosa se había hecho presa en ellos con el deseo irrefrenable de transformar la rutina en algo verdaderamente digno de llevarse a cabo. No había un momento de resuello. Vivían en el vértigo de la noche a escondida de miradas ajenas a tanta pureza. Porque en el fondo de sus estómagos – el amor está dentro del estómago, que se hincha y encoge ante la presencia del ser amado oprimiendo el diafragma y haciendo palpitar el corazón- sabían que el hambre no tardaría en aparecer irremediablemente, como la primavera y sus alergias.
Aquella noche se sorprendieron en un beso irracional que no venía a cuento en el guión que habían ido redactando a lo largo de las horas. Cuando se separaron, ninguno dijo nada. Ninguno quiso comentar la jugada.
Ella se fue a dormir. Era el primer beso, probablemente el último, pensó, probablemente el único y se recreó en recordarlo, para que jamás se le olvidara aquel instante que nunca había planeado.
Él se quedó despierto, intentando distraer su atención. Queriendo olvidar que había sido él, precisamente él quien había tomado la iniciativa. Aquello no cuadraba en la estructura de su vida organizada desde sus comienzos. Pero algo había quedado definitivamente desmoronado y aunque lo sabía, quiso ser también él quien tomara la iniciativa de olvidar definitivamente el incidente. No había sido más que eso, un incidente.
Pero no lo olvidó. Una risa nerviosa cada vez que volvían a verse le delataba. Ella parecía no tener nada que ver con el asunto, lo borró de sus encuentros retomando la situación en el punto inmediatamente anterior a lo sucedido. Si él quería olvidarlo, ella jamás se lo recordaría, ya he dicho antes que las mujeres, en lo que a hombres se refiere, suelen madurar antes.
Pero él fue un poco más allá, quiso probar su resistencia. Una noche, al despedirse, como si fuera lo más habitual en ellos volvió a besarla suavemente. Esta vez no fue el beso desesperado del que se intuye es el primero y puede ser que sea el último. Fue un roce leve, cotidiano, cercano, dulce de acercamiento cogido de sus hombros menudos, como si fuera lo más habitual en ellos. Ella correspondió con la misma naturalidad con la que se es consciente cada mañana de seguir respirando. Se sonrieron, pero esta vez tampoco nadie dijo nada.
Así a sus muchos secretos para con el mundo sumaron su propio secreto para consigo.
Y se besaron tantas veces que era imposible no haberse desgastado los labios. Y decidieron, en silencio, amarse para siempre.
Todo estaba aún por escribir.
Y para siempre es una frase con final.

viernes, 5 de marzo de 2010