Aquella noche recordó con añoranza casi infantil sus calcetines de lana. A veces le parecía tan sumamente ridículo el ritual del apareamiento.
Hacía tiempo que se veían a escondidas. Las medias se le habían incrustado en la piel, recién depilada para la ocasión.
Todo eso pasaba por su cabeza mientras corrían bajo un paraguas que se obstinaba en alejarles en dirección contraria.
Era como si los elementos, en cónclave celeste, hubieran acordado separarlos.
De nada sirvió el lustre de sus zapatos de tacón alto. Ni las medias de seda con liguero. Pero corría contenta, expectante “por mi primero, por todos mis compañeros y por mi primero”.
Tanto tiempo jugando a la ruleta rusa esquivando las balas con la mirada, esperando sin querer, la herida que produce la última que queda en la recámara.
Porque se engañaban. Aquello no podía salir bien. Porque no estaba bien. Era un sueño en carne y hueso. Pero solo un sueño. A veces termina incluso antes de empezar. De una manera o de otra alguien acaba llorando. O ambos.
No, no valían la pena aquellos calcetines de lana que tantas y tantas noches habían sido sus compañeros de soledad. Y sin embargo, los recordaba con una añoranza casi infantil.
Aquella noche no hicieron el amor. Follaron como posesos. Porque sería la última noche, que flotaba en el ambiente casi tan densa como el deseo.
Jugaron y rieron. Mordieron y saborearon cada centímetro de piel. Apurándose. Desgastándose. Volviendo a reír. A arrancarse la ropa con la boca. A entornar los ojos con cara de duro. A mover el pelo de un lado, solo de un lado, cual mujer fatal. El Halcón Maltés. Ropa de encaje. Negra. Como el cielo aquella noche de tormenta.
No pudieron dormir. Ni cuando decidieron darse la vuelta.
Aquella noche recordó con añoranza casi infantil sus calcetines de lana.
Se acababa de disparar la única bala que quedaba en la recámara.
Fuera había dejado de llover.
He llegado bien. Un mensaje en el móvil.
Aquella noche no, no hicieron el amor.