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Soy una perra mestiza. No creo en las razas, si en las especies. Y en las especias...porque yo soy especial.

sábado, 27 de junio de 2009

Erase una vez un malvado zapatero....



Siempre quise tener unas zapatillas rojas. Pero tenía miedo. Miedo de que al calzarlas, me ocurriera como en el cuento y, entonces no pudiera dejar de bailar.
Al pasar cada día junto al escaparate, miraba fugazmente, como si tuvieran vida propia. Como si me llamaran desde el otro lado del cristal. Como si con solo haberlas visto de refilón ya me marcaran el paso. Me aturdía su sola visión. Pero cada día desviaba mi camino para pasar por la calle donde estaba la zapatería.
Así transcurrieron los días, las semanas y los meses. Los años sin fecha. Dejé de saber si eran pares o nones. En la tienda, cambiaba constantemente el decorado y así sabía cuando era invierno y cuando verano. Cuando la primavera con sus flores o el calor con los dedos invisibles al descubierto.
Ellas siempre estaban allí, las zapatillas rojas. Ahora botas hasta la rodilla, ahora tacón de aguja que se clavaba en las entrañas al pisar. Tan deprisa andaba que se me olvidó lo que era llegar despacio, sin darme cuenta que no llegaba nunca. Y empecé a tener miedo. Como cuando recordaba que siempre había querido tener unas zapatillas rojas. Miedo de que al calzarlas, me ocurriera como en el cuento y, entonces no pudiera dejar de bailar.
En realidad había olvidado lo que era la danza. Esa que te transforma en música. Esa que te hace saltar por la calle alzando los brazos al infinito para alcanzar el sol sin temor a que se derrita la cera con la que pegaste tus alas. Porque descubres, de repente que no tienes alas. Y eres un pollo desplumado que pica constantemente la tierra sin encontrar una sola lombriz que llevarte a la boca. Pica picando piedras, la bola de acero enganchada al tobillo.
No esperé que me llamaran desde el otro lado del cristal. No las dejé marcar el paso. Al principio tropecé, la falta de costumbre. Ya no me hacen rozaduras entre los dedos. Fueron mías.
Ahora ya no quiero dejar de bailar.

sábado, 13 de junio de 2009

... ni concierto.



Está sonando el piano. Yo no puedo dejar de pensar que la melodía que me envuelve es imposible de bailar. Tan solo, como mucho, mover los brazos torpemente como si quisiera empezar a volar. Emulando a un director de orquesta sin orquesta. Sin batuta. A un pingüino sacudiéndose la nieve. Se incorporan los violines en un vals acompasado que mis torpes movimientos por el salón, con los ojos cerrados, para escuchar mejor la música, solo consiguen que tropiece con los muebles para desconcentrarme a cada nuevo intento.
Sonrío con la mueca del que sabe que nadie le observa, con el pensamiento de creerme loca por perder el tiempo soberanamente entre sonido y sonido. Pero tan soberana como una reina me siento donde solo mando yo. Donde me ordeno danzar hasta olvidar mi propia y absurda existencia. Derviche giratorio hasta caer mareada sobre el sofá y comenzar el vuelo del sueño de ojos abiertos. Es entonces cuando soy la heroína de una película de amor prohibido, la Julieta que jamás se suicidaría por Romeo, solo la que se hizo la dormida. La que después de verle yacer inerte a su lado le besa en los labios esperando conjurar el hechizo de la Bella Durmiente, la que se marcha por la puerta de atrás para buscar una nueva identidad alejada de padres Capuletos y Montescos, de palacios y ropajes de seda. Es entonces que me convierto en la ayudante de Indiana Jones y descubro los misterios del Santo Grial para guardarlos en mi memoria y no contarlos, para que sigan buscando, para que no se agote la magia. Para que no dejen de hacer películas. Para que yo no deje de inventármelas mientras suena el piano. Mientras cantan los violines enamorados de los dedos que suavemente pulsan sus cuerdas y acunan su cintura en el cuello de su amante, asfixiándolo de pasión.
Es entonces cuando me marco un tango arrabalero de puñal en la liga, de clavel en la boca y agotada, sin aliento, decido escribir en mi diario: hoy decidí gastar mis energías, las pocas que me quedan tras las rachas de levante revolviendo insistente mi cabello, en ser feliz. Porque mi vida, cuando vive, no tiene orden ni concierto.

domingo, 7 de junio de 2009

Con la boca pequeña





No basta con plantarse de frente componiendo una bonita sonrisa. Eso no cuenta cuando nos pasamos la vida jugando a todo o nada. A hacer como si no existiera, a pretender que no existe.
Es tan cómodo saber que somos la parte que parte de un secreto. Secreto a dos voces, la tuya y la mía. Las que nos niegan pero no reniegan. Las que no son capaces de decir que si y que qué. Si y qué. Y qué si nos miran. Y qué si nos ven. Y qué de los demás. ¿Qué demás cuándo nadie más lo sabe? Benditos incautos nosotros. No es suficiente decir que te recuerdo. No es suficiente decir que piensas en mí. Y sin embargo qué felices vivimos en la ignorancia de creer que nos sobra y basta con saberlo nosotros.
Miento si te digo no puedo estar sin ti. Porque siempre he estado sin ti. Porque jamás estabas en mis vacíos. Jamás en mis ausencias. Jamás le diste un guantazo en toda la cara a mi soledad. Y siempre en mi pensamiento, aporreando la puerta cerrada para poder entrar, y quedarte. Porque yo la abría despacito, para no despertar a nadie.
Entonces me pregunto por qué de pronto oigo tu voz y se me descompone el alma. Se rompen los esquemas, si los hubiera o hubiese habido. Se concentra toda la sangre entre mis dedos. Salta mi estómago subiendo hasta la boca haciéndome cosquillas entre los huesos. Haciéndome reír así sin más. ¿Porque me hace feliz tu sola presencia? ¿Porque no me importaría romper las reglas en una ocasión siquiera?
Con la boca pequeña digo que te vayas mientras todo mi cuerpo grita quédate. Quisiera maldecir el día aquel que nos cruzamos. Pero hasta mi odio, si lo hubiera o hubiese habido, sería el odio maldito que jamás se acaba.
Qué fácil es hablar de otros. Qué fácil imponer una ley que no aprobaría ningún miembro del gobierno. Del que manda en el alma. Esa a la que constantemente estamos tapándole la boca. Acunándola como a una niña pequeña para que se quede dormida. Es como si todos en sus manos, guardasen escondida la primera piedra. Porque están libres del pecado de amar y ser amados.
Mientras, no nos queda otra, dejar que pase el tiempo jugando al todo o nada. A hacer como si no existiera. A pretender que no existe.