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Soy una perra mestiza. No creo en las razas, si en las especies. Y en las especias...porque yo soy especial.

martes, 26 de enero de 2010

La bicicleta




Aprendí a montar en bicicleta a base de chocar con las paredes. Mi mente no era capaz de pedalear y frenar al mismo tiempo, mucho menos poner los pies en el suelo. Tenía como referencia la valla de la casa de un vecino que me permitía hacer un recorrido más o menos suficiente para ir practicando sin caerme. Recto y sin baches, algo inclinado hacia abajo que me daba velocidad. La pared me esperaba para volver a empezar.
A fuerza de chocazos descubrí la técnica de defenderme girando levemente el manillar de manera que el impacto no me cogiese de frente. Poco a poco a golpe de giro fui esquivando la pared y recorrer algo más de camino. Más adelante aprendí a bajarme en marcha mientras la bici se llevaba la peor parte y yo salía indemne del envite.
Cuando se es pequeño, nada como esa fase empírica para manejarse por la vida, es más, hasta llegamos a alardear de las heridas de guerra como si de medallas se tratase. Y yo, lucía orgullosa mis rodillas, eternamente maquilladas de mercromina.
Pasan los años y aprendemos a frenar. A aparcar la bicicleta. Olvidamos la importancia de las heridas y las tapamos para que nadie las vea, que nadie sepa que nos hemos caído. Que nadie descubra que nos topamos frente a frente con un muro. Dejamos de recordar cuando aquellas noches, a golpe de pedal, se ponía en marcha la dinamo que encendía la luz que nos iluminaba por el camino. Ahora es mejor acurrucarse al refugio de una manta en nuestra casa, bajo nuestro techo, bajo nuestro miedo, que salir a buscar la luz que dan nuestras piernas al andar.
Cuando se es pequeño no hay pared que nos asuste y al crecer, a todas le salen brazos.

martes, 19 de enero de 2010

Un bulto con ojos




Así es, hoy he conocido un bulto con ojos. Yo estaba en un juzgado al que había acudido a acompañar a un amigo. Eso es otra historia que algún día contaré.
Lo cierto y verdad es que la sala de espera era peor que las de la Seguridad Social y se respiraba un calor sofocante, habida cuenta la cantidad de personas que estábamos allí esperando entrar. Como quiera que mi imaginación se desborda en cuanto tiene ocasión, comencé a elucubrar sobre las togas de los letrados que, maletín en mano, acompañaban a sus clientes. Había uno jovencito, muy alto y muy bien parecido (no sé en realidad, si analizamos la expresión, a qué demonios se refiere, porque en verdad no se parecía a nadie que conociera o hubiera conocido, era guapo y punto.). La toga le daba un aire de importancia y un porte digno de un regio representante de la ley pero…y hete aquí que me meto donde no me llaman, se la había colocado sin reparar siquiera en las arrugas que la toga tenía. Me dio por imaginar que su mujer pasaba de él, tanto rollo con la indumentaria y, bueno, aunque joven, que ya lo he dicho, mayorcito ya para saber utilizar una plancha, que digo yo que tampoco se necesita hacer un master para utilizar este práctico electrodoméstico. En cualquier caso, seguía yo con mis divagaciones, para eso están las tintorerías chaval, que si tantos aires de grandeza te vas dando, tendrás para costearte llevar la chaquetona esa al tinte y que te la dejen como nueva. Él ni se inmutaba, pendiente como estaba en contonearse de un lado para otro dando grandes zancadas. Eso si, los zapatos los llevaba realmente impolutos. Un punto a su favor. ¿O habría sido su esposa que tenía la extraña afición de disfrutar limpiando zapatos? Ante la pregunta sin respuesta me fijé en otro letrado, en otro y en otro, y así fui averiguando por la calidad de los tejidos, quien era niño bien, quien abogado curtido en años, quien un pobre picapleitos.
Fue entonces que decidí pasar revista a los no uniformados. También se distinguía por su indumentaria al cliente del defensor. El uno arreglado pero informal, el otro trajeado a la última. O la otra, que también había abogadas de taconazo altivo. Nada que objetar.
Por lo que charlaban entre ellas, el número de mujeres y su juventud, teniendo en cuenta que se trataba de un juzgado donde se abordaban temas laborales, a esas chicas las imaginé trabajadoras de una empresa de limpieza que llevaban varios meses sin cobrar su salario. Eran optimistas, probablemente algún sindicato les habría comentado que no serían despedidas que Delphi no se cierra, que Vicasa no se cierra y que, tampoco iban a cerrar su empresa. Hablaban de sus hijos, todos pequeños, de que como se alargara aquello demasiado tendrían que llamar a sus madres y suegras para que fueran a recogerlos al colegio. Algunas comenzaron a desenfundar sus móviles.
De repente, entre tanta algarabía con sed de justicia, alguien llamó poderosamente mi atención. Se trataba de un hombre de edad media. No, de la Edad Media no, de edad media. Sonreía al aire y pensé que se había equivocado de lugar, que aquello no era la cola para entrar en el casting de La Casa de la Pradera. De verdad, tenía todo el tipo de Michael Langdon: camisa de cuadros, igual igual que los mantelitos de los veinte duros; pantalones vaqueros modernos. Modernos para él cuando los ochenta, claro, ahora no se lleva marcar paquete hombre…y él, con sus pantalones ajustados, lo intentaba.
Estaba como sin estar, solo, ya he dicho antes, sonriendo al vacío, mirando a la nada, como abducido por algún enviado de Raticulín. Pregunté a nuestro abogado si aquello se iba a demorar mucho, si seguía allí un minuto más aquello tenía ya tintes de convertirse en mi particular versión de un culebrón llamado “Laura, no te aburras que es peor”.
Salí a tomar un colacao y suerte la nuestra, a los pocos minutos entramos en sala. Me encanta la solemnidad de los juicios. Los jueces frente a todos siguiendo el ritual, la defensa, el demandado y oh, el del Casting de La Casa de la Pradera. Primero pensé que como era vista pública, había acudido allí como yo, a bichear, pero ¿por qué no se había sentado en la fila de atrás como el resto de los espectadores? Miré a la cámara de seguridad y esperé.
Pronto se disiparon todas mis dudas, aquel señor no había acudido a ningún casting de película, tan solo era un miembro de un sindicato, que sin un solo representante legal acudía en nombre de la parte demandada. Ni que decir tiene que, la criatura, ante la verborrea colosal de los abogados solo se limitó a sacar un papelito de una carpeta de cartón en el que exponía que su sindicato no era culpable. Y me pregunto: ¿por qué nadie le preparó unos buenos apuntes? ¿Dónde están los abogados que pagan los afiliados al sindicato? Cierto y verdad que el pobre hombre, remangado su pantalón vaquero para poder sentarse, solo se limitó a estar de acuerdo en todo lo que Su Señoría le preguntaba.
Si, hoy he conocido un bulto con ojos.

martes, 12 de enero de 2010

El lavavajillas



Mi padre ha descubierto el lavavajillas a los setenta y tres años de edad. No, no es que no supiera hasta ahora lo que era un lavavajillas, quiero decir en su casa, en su vida cotidiana.
Como quiera que mi madre disfruta de las reformas del hogar más que si se tomara un bombón de chocolate, la última le ha llegado a la cocina y con ella, la llegada de ese electrodoméstico que se encarga de lavar los platos.
Hasta la fecha era mi padre el encargado de tales menesteres. Desde que se jubilaron. Desde que ni mi hermano ni yo vivimos con ellos, decían, que para cuatro platos que ensuciaban.
Mi padre pertenece a esa generación de lo manual. Donde un coche de carreras era una piedra bien pulida que adelantara a las otras en una batida. Un carro, una caja de zapatos, cuando había zapatos, atada a una guita. Los deportes no se llamaban deportes, pero nadaban en el río sin ropa o saltaban a la cuerda. Un libro era el mejor amigo y pasaba de mano en mano impregnándose de sueños de niños de distintas edades.
Cuando llegó el lavavajillas y los técnicos se lo instalaron, se colocó sus gafas de cerca sobre la nariz y se aprendió minuciosamente las instrucciones.
Da gusto mirarle cuando coloca la vajilla en sus compartimentos correspondientes. Se queda como ajeno al resto del mundo que le rodea, en una especie de nirvana que solo él comprende, mientras silba una cancioncilla sin melodía, como si de una letanía se tratase para llegar a la concentración suprema. Sus manos regordetas y bonitas, se afanan en que todo quede en perfecto equilibrio. Observa su obra y, ajustándose de nuevo las gafas, cierra la portezuela y elige el programa de lavado. Después se queda unos minutos pensativo, pendiente de la lucecita que indica que el aparato está realizando su trabajo. Luego nos mira con una sonrisita pícara y exclama: es bueno esto. Y no hace ni ruido.

Y se olvida satisfecho recostado en su sillón mientras hila un sueñecito que le mantiene intacta la sonrisa.
Mi padre, cada día descubre algo nuevo.
Mi padre puede dormir tranquilamente cuanto le plazca.

sábado, 9 de enero de 2010

Asco




El periodismo le asqueaba. No, eso no era del todo correcto. No era el periodismo lo que le asqueaba, era el cariz que había tomado la profesión en los últimos años.
A los jóvenes que empezaban no se les estaba permitido tener ilusiones. Los veteranos hacía tiempo que las habían perdido. La esencia del informador no se encontraba ya ni en las películas. Hubo un tiempo en el que todos quisimos, de alguna manera, ser aquellos “hombres del presidente” que triunfaron en el Washinton Post desenmascarando a Nixon con el escándalo Watergate. La realidad luego te demuestra que cualquier parecido con la ficción es eso, pura realidad.
Hacía ya tiempo que tenía asimilado que jamás ganaría un premio Ondas, porque lo suyo era el periodismo radiofónico, la comunicación de viva voz, la inmediatez de la noticia. El gerundio más presente que el propio presente. Lo que jamás imaginó que las paredes contra las que chocara fuesen los propios, mal llamados, compañeros de profesión. Y es que ciertas informaciones, decían, no van a hacer más que complicarte la vida.
Hacer radio local, supongo, no tiene nada que ver con trabajar en una cadena nacional en la que las noticias sean para todos y no solo para unos pocos. Pero se preguntaba si esos pocos no tenían derecho a una información veraz.
Se había perdido la calidez de la búsqueda de temas, de los seguimientos, se estaba perdiendo la calle, la improvisación y el jugar a no ser descubierto. Ahora estaba bien visto codearse con los poderosos y atrás quedaba la afirmación de que los medios de comunicación eran el cuarto poder. Solo se leía lo que uno quería leer y se escuchaba lo que se quería oír. Y no digamos en las televisiones donde primaba la cantidad a la calidad. El miedo se había apoderado de los informadores convirtiéndoles en uniformadores. Curiosamente, ni siquiera los recién salidos de la facultad sabían escribir.
Había, de los que se llamaban profesionales, que utilizaban una retórica tan decimonónica que nadie les entendía, seguramente, ni siquiera ellos se comprendían, pero rellenaban folios que es lo que importaba y los oyentes, al escuchar palabras tan supuestamente cultas, no ponían en duda la calidad de la información, aunque de la misa la mitad y de la mitad ni un cuarto.
Ni un cuarto donde guarecerse de tanta inmundicia protegida, tutelada. La libertad había dado paso a la comodidad de un sillón aunque las posaderas que lo ocuparan fuesen, por decirlo de una manera suave, de aquellas que jamás se limpiaron después de cagar.
El todo vale había dado paso al todo lo que me mantenga vale. Eso es lo que le asqueaba. El periodismo no.
Tardó unos años, bastantes diría yo, en comprender que era un grano en el culo y no entendía ese afán que tenían por quitarle de en medio. Hasta que descubrió que el miedo a que les hiciera sombra era superior a la objetividad de valorar sus potenciales.
Amargamente se reía de tanta ignorancia porque jamás se le había pasado por la cabeza hacerle sombra a nadie. Solo quería trabajar. Solo quería entretener, informar y formar. Pero como en la sórdida edad media, estaba mal visto que los pobres supieran leer o escribir.
Era mejor hacer un programa en el que los sinvergüenzas contaran en público sus intimidades. Y cuando digo sinvergüenzas me refiero a personas que no tienen el más mínimo pudor en relatar aspectos de su vida sexual dando pelos y señales. Y no es que vaya una a rasgarse las vestiduras ante semejantes revelaciones, nada llega a sorprenderme del ser humano a estas alturas del camino ¿o si?
No me ha gustado jamás reírle las gracias al impertinente de turno que se mofa de sus semejantes con la indiferencia del que se siente protegido por un halo divino. Nada me parece más patético que intenten disfrazar de libertad lo que en el fondo no es más que coger por el camino de en medio, el facilón de risa histriónica.
Cualquiera puede ser periodista hoy en día. Cualquiera escribe en un periódico. Cualquiera coge un micrófono de radio, aunque no sepa si bogavante se escribe con be o con uve, o crea que han escrito mal Saramago en una nota de prensa confundiéndolo con el arbusto silvestre que tanto gusta a los canarios y que se conoce como jaramago. Y en la tele, bastaba con hacerse la cirugía estética para triunfar.
No, el periodismo no le asqueaba, le gustaba demasiado como para ver como se iba perdiendo poco a poco el sueño de Hermes.

Continuará…..

martes, 5 de enero de 2010

Año Nuevo


Es curioso como pasa el tiempo y nos vamos abandonando a la pereza ingenua que juega con nosotros a dejarse querer.
El más ocioso de los pecados, el que siempre tiene excusas, que te revuelve la cabeza mientras te da razones que son más que amores y hechos.
Pereza de escribir sobre el papel porque ya tienes bastante escrito entre los sueños de imaginar historias que querrías para ti, pero que son para nadie.
En días de balances solo aspiro a seguir soñando despierta. No quiero recordar un año que se ha ido llevándose con él a un amigo al que sigo esperando encontrar saliendo por alguna puerta que no he visto todavía. Al que espero que dejen su sitio libre cuando vuelva aunque no soporte verlo vacío.
Ahora solo quiero ver crecer mi vientre con la vida que late dentro. Imaginar a un niño. Imaginar a una niña. Alternar los colores de su futura cuna. Recrearme en el olor de su piel y aspirarle.
Abrazarle y sentir su respiración junto a mi cuello.
Como en un péndulo invisible, la vida te quita, la vida te da.
Ahora, como si viajara en una pompa de jabón, me balanceo en la ¿he dicho pereza? Serenidad de la espera, disfrutando el bamboleo, recreándome en el pecado, en el más ingenuo, en el más ocioso.