
Al mirarse las manos en aquel momento pensó para sí qué significarían las rayas que surcaban sus palmas. Siempre pensó que todo aquel que presumía de leer el futuro a través de cualquier sistema conocido era un embustero. No se pide dinero a cambio de un don. Tenían mucho de pícaros, mucho de psicólogos, mucha calle a sus espaldas para comprender el significado de cada gesto, de cada movimiento. Pensó jugársela a interpretarlas ella misma, sin intermediarios. La línea de la vida no era corta, tampoco larga. Por su intermitencia en el trazado le hablaba de periodos de muerte, o mejor respiración asistida, cual vegetal que no crece, no reverdece y sin embargo permanece anclado a su maceta apenas con un poco de riego. Como un cactus, así era su vida, pensó, chiquito y redondito, rodeado de espinas por si alguien se aventuraba a acercarse. Lleno de jugo en su interior pero guardado de todos y para todos. Pero la mano le hablaba de rebrotes bien marcados, como cuando nadie lo esperaba, ni siquiera ella misma, regalaba flores hermosas y perfectas. Sus momentos felices pensó. Y sonrió. Ser cactus tampoco era tan malo, yo, mi, me, conmigo para seguir realizando la fotosíntesis.
La línea de la cabeza era tan recta que se dijo a sí misma que a pesar de sus sueños, de sus fantasías y las mentiras que a veces se contaba para consolarse, no hacían más que poner de manifiesto que tenía siempre puestos los pies sobre la tierra. Tan pronto se abstraía del ruido y de las voces, para vivir momentos imaginarios en su burbuja de algodón como bastaba una simple sacudida de su pelo para volver a la realidad y encontrarse frente a un semáforo que aún no se había puesto en verde para cruzar.
La del amor...siempre consiguió lo que quería, si bien es cierto que nunca como quería. Quizá por esa predisposición innata a imaginar cómo sería y cuándo sería. Surgió o debo decir, surgieron, cuando menos lo esperaba y nunca, nunca como había lo había estructurado en su película interna. Y se daba a la improvisación sin más remedio que dejar que pasara. Y terminaba pasando. Terminaba.
Volvió a mirarse las manos satisfecha de su interpretación. Nadie le había mentido con el cuento del Príncipe Azul y eso le reconfortó acurrucándose entre los brazos de su sillón. Y al frotárselas, comprobó al momento que no les vendría nada mal un masaje con crema hidratante.