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Soy una perra mestiza. No creo en las razas, si en las especies. Y en las especias...porque yo soy especial.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Sin decir adios


Aquella noche recordó con añoranza casi infantil sus calcetines de lana. A veces le parecía tan sumamente ridículo el ritual del apareamiento.

Hacía tiempo que se veían a escondidas. Las medias se le habían incrustado en la piel, recién depilada para la ocasión. 

Todo eso pasaba por su cabeza mientras corrían bajo un paraguas que se obstinaba en alejarles en dirección contraria.

Era como si los elementos, en cónclave celeste, hubieran acordado separarlos.

De nada sirvió el lustre de sus zapatos de tacón alto. Ni las medias de seda con liguero. Pero corría contenta, expectante “por mi primero, por todos mis compañeros y por mi primero”.

Tanto tiempo jugando a la ruleta rusa esquivando las balas con la mirada, esperando sin querer, la herida que produce la última que queda en la recámara.

Porque se engañaban. Aquello no podía salir bien. Porque no estaba bien. Era un sueño en carne y hueso. Pero solo un sueño. A veces termina incluso antes de empezar. De una manera o de otra alguien acaba llorando. O ambos.

No, no valían la pena aquellos calcetines de lana que tantas y tantas noches habían sido sus compañeros de soledad. Y sin embargo, los recordaba con una añoranza casi infantil. 

Aquella noche no hicieron el amor. Follaron como posesos. Porque sería la última noche, que flotaba en el ambiente casi tan densa como el deseo.

Jugaron y rieron. Mordieron y saborearon cada centímetro de piel. Apurándose. Desgastándose. Volviendo a reír. A arrancarse la ropa con la boca. A entornar los ojos con cara de duro. A mover el pelo de un lado, solo de un lado, cual mujer fatal. El Halcón Maltés. Ropa de encaje. Negra. Como el cielo aquella noche de tormenta.

No pudieron dormir. Ni cuando decidieron darse la vuelta.

Aquella noche recordó con añoranza casi infantil sus calcetines de lana.

Se acababa de disparar la única bala que quedaba en la recámara.

Fuera había dejado de llover.

He llegado bien. Un mensaje en el móvil.

Aquella noche no, no hicieron el amor.











lunes, 24 de noviembre de 2008

Ya sé por qué le llaman ciego




Ya sé por qué le llaman ciego. Porque la mente se idiotiza. Libre de prejuicios y barreras.

Se entornan los ojos y la sonrisa se te vuelve absurda. Porque encima suena música en tu cabeza y se apodera de cada uno de tus huesos. La sientes fluir por los músculos, corriendo y recorriendo vena tras vena. Consiguiendo erizarte, como por arte de magia cada uno de los vellos de tu piel. 

Sientes que te sobra el mundo. Y te regocijas en tu propio aislamiento

Ya sé por qué le llaman ciego.

Solo ves su sonrisa, a poco que te esfuerces. Porque para evadirte te sobra la evasión. Sus ojos como a cámara lenta para leer cada uno de sus gestos maravillosos. Flotas porque tu cuerpo es tan volátil como el ardor que sientes en la garganta. Porque tu cuerpo ha pasado a ser segunda parte. 

Solo su sonrisa, tú y la música.

La música que hace con tus pies coreografías imposibles.

Te ríes. Primero al descubrirte pillada. Al comprobar por ti misma que no ibas a llegar a controlarlo. Una sonrisa. Como si te vieras reflejada en el espejo de tu propia conciencia. Y te encoges de hombros. Ya ... Ya no tiene remedio. Entonces llega la risa tonta. La mejor. Porque te ríes de ti misma. De tus contradicciones. De tus alegatos ardientes. De tu defensa inmune. De tus autos de fe. De tu atrevimiento. De tu secreto. 

Y la risa se convierte en el tónico exfoliante de todos tus adentros.

Vives la paz en toda su materia.  Y no dejas de reír.

Si, ya sé por qué le llaman ciego.











sábado, 22 de noviembre de 2008

Medio minuto


En treinta segundos se consume el beso que no dimos. En treinta segundos se escapa un suspiro. Solo medio minuto para decir te quiero y callarlo...y aún nos sobran treinta segundos.
Los mismos que nos faltan.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Comerás huevos




Lo supe en el primer instante que tuve conciencia ¿O debo decir consciencia? De mi misma.

No es lo mismo. Parece igual. Solo parece. Tú siempre estabas allí. Como la comida de cada día. Como el aire que, sin saberlo, respiraba cada segundo. Tan de costumbre que se convierte en rutina y no te detienes a reflexionar. Una presencia continua, constante. Y yo quería volar.

Volar tan lejos como me lo permitieran mis zapatos nuevos. Que duelen. Que hacen rozaduras. Que te gustan. Que te aprietan. Que tardas tanto en hacerlos tuyos que cuando dejas de sentirlos y subes un palmo del suelo resulta que tienen un agujero en la suela y las costuras reventadas. Y tienes que estrenar otros. No siempre con la misma ilusión. A veces tan solo por pura necesidad de no caminar descalza.

Y no tenía que mirar a ningún lado porque allí estabas tú. Siempre, siempre tu. Cantando las verdades del barquero. Las que precisamente no quería escuchar. Las verdades.

Y te gritaba a voces “¡Déjame en paz!”, como si estar contigo me diera derecho a hacerte daño. Como si en realidad creyese de veras que me dejarías. Sabiendo que a pesar de todo terminarías dejándome a solas. Pero con paz.

Entonces yo crecía porque tenía un suelo que pisar descalza, sin pincharme. Me crecía creyéndome grande. Porque tú te hacías invisible. Tan de costumbre que se convierte en rutina. Una presencia constante, continua. 

Lo supe en el primer instante que tuve conciencia ¿O debo decir consciencia? De mi misma. 

Lo supe. Lo sé. 

Ahora, la madre, soy yo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Érase una vez

Cuentan que se entendían sin apenas hablarse. Que no hacía falta verse para sentir el mismo latido al mismo tiempo. Y si la lágrima se ocultaba, la sonrisa fluía para acurrucarla.
Cuentan que no se conocían.Que eran el mismo ser viviendo en la habitación de las dos literas.
Cuentan que si dormían era para permitir que la humanidad pudiese amarse de vez en cuando.
Cuentan que no soñaban porque vivían de los sueños compartidos.
Cuentan que no sabían contar, solo vivir en dos mundos separados por el mismo mundo.
Cuentan que se querían. Por eso no se hablaban. Jamás hicieron por conocerse....
¡Para qué!

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Te quiero


Hace mucho tiempo que no te digo que te quiero.
Eso no quiere decir que no te quiera.
Quiere decir que hace mucho tiempo que no te lo digo.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Eva



Se llamaba Eva. Como la primera mujer que, cuentan, habitó en el planeta.
Eva porque se sentía la primera mujer que habitaba el planeta.
Única.
Porque su casa era El Paraíso.
Se llamaba Eva y había nacido la víspera de la Nochebuena y vivía toda ella en la expectativa de lo que habría de llegar.
Cuenta la leyenda del Fin de la Tierra que era meiga, por nacimiento y ley. Por sus ojos que sabían de batallas perdidas. Por su sonrisa que hablaba de guerras ganadas. Y era meiga porque nadie creía que lo fuera, pero en el fondo de sus corazones sabían de su poder.
Gustaba Eva de caminar sola, dejándose llevar del instinto de sus zapatos.
Zapatos que cuidaba con esmero pues siempre habían guiado su rumbo por el sendero de las rosas.
Rosas que tienen espinas.
Rosas que hacen sangrar y que van dejando su huella al pasar de los años: la esencia misma de su perfume eterno.
Y cuando caminaba todo el mundo a su alrededor se movía a cámara lenta.
Tenía el don de parar el tiempo, de traspasar el tiempo.
Entonces, se volvía invisible, etérea, imperceptible al ojo humano.
Aprovechaba para volar hacía aquellos momentos que jamás se olvidan aunque nos empeñemos en guardar al fondo del cajón con la ropa de verano. Los momentos vividos y los soñados, mezclando realidad con fantasía. Encuentros, citas y besos. Besos, citas y encuentros que jamás se produjeron.
O si.
Caricias de un amanecer en un campo de heno.
Susurros bajo el mar.
O esa lluvia que reunía a los amantes para protegerlos de sus miedos.
Sin paraguas, bajo la luz plomiza que irradiaba estrellas escondidas.
Se llamaba Eva y no se parecía a nadie.
Porque era la primera mujer que habitaba el planeta.
Porque era única.
Era tan fuerte y tan frágil como podía permitirse.
Y se lo permitía todo.
Tenía el don de volar cuando quería, mientras paraba el tiempo.
Solo para ella.
Solo para sus ojos que sabían ya de tantas batallas perdidas. De tantas guerras que ganar por el sendero de las rosas.
Había nacido la víspera de la Nochebuena y vivía toda ella en la expectativa de lo que habría de llegar.
Se llamaba Eva.
De apellido Sión.