
Siempre quise tener unas zapatillas rojas. Pero tenía miedo. Miedo de que al calzarlas, me ocurriera como en el cuento y, entonces no pudiera dejar de bailar.
Al pasar cada día junto al escaparate, miraba fugazmente, como si tuvieran vida propia. Como si me llamaran desde el otro lado del cristal. Como si con solo haberlas visto de refilón ya me marcaran el paso. Me aturdía su sola visión. Pero cada día desviaba mi camino para pasar por la calle donde estaba la zapatería.
Así transcurrieron los días, las semanas y los meses. Los años sin fecha. Dejé de saber si eran pares o nones. En la tienda, cambiaba constantemente el decorado y así sabía cuando era invierno y cuando verano. Cuando la primavera con sus flores o el calor con los dedos invisibles al descubierto.
Ellas siempre estaban allí, las zapatillas rojas. Ahora botas hasta la rodilla, ahora tacón de aguja que se clavaba en las entrañas al pisar. Tan deprisa andaba que se me olvidó lo que era llegar despacio, sin darme cuenta que no llegaba nunca. Y empecé a tener miedo. Como cuando recordaba que siempre había querido tener unas zapatillas rojas. Miedo de que al calzarlas, me ocurriera como en el cuento y, entonces no pudiera dejar de bailar.
En realidad había olvidado lo que era la danza. Esa que te transforma en música. Esa que te hace saltar por la calle alzando los brazos al infinito para alcanzar el sol sin temor a que se derrita la cera con la que pegaste tus alas. Porque descubres, de repente que no tienes alas. Y eres un pollo desplumado que pica constantemente la tierra sin encontrar una sola lombriz que llevarte a la boca. Pica picando piedras, la bola de acero enganchada al tobillo.
No esperé que me llamaran desde el otro lado del cristal. No las dejé marcar el paso. Al principio tropecé, la falta de costumbre. Ya no me hacen rozaduras entre los dedos. Fueron mías.
Ahora ya no quiero dejar de bailar.